Me gusta lo desapercibido. Siempre le he prestado más atención a las personas tímidas que a las que se dedican a llamarla… pero nunca se me ocurriría alterar su espacio hasta que, al menos, una mirada me invite a ello.
Cuando chica era introvertida hasta extremos inconcebibles para lo que soy hoy en día. Si había alguien a mi alrededor con quien no tuviera suficiente confianza, y esa sólo se la otorgaba a mi familia, mi boca se cerraba herméticamente.
No era agradable, ni si quiera sentía que dependiera de mí… mi timidez era superior a la voluntad de demostrarle a los amigos de mis padres que “no me había comido la lengua el gato”. Y sus incitaciones por querer escuchar mi voz terminaban provocando el retorcimiento de las cuerdas vocales en mi garganta. Recuerdo que me cohibían tanto que conseguían hacerme llorar de coraje y odio por el dichoso entretenimiento.
Terminaba por irme a otras habitaciones a hablar sola para comprobar que no me había quedado muda de forma psicosomática. Para colmo, siempre estuve convencida de que cualquiera de mis niñerías hubieran sido más interesantes que aquellas vacías conversaciones de mayores. Me conformaba pensando que aquella voz que no gastaba la estaba ahorrando, porque mi abuelilla ya no hablaba… lástima que ella no hubiera sabido dosificarla. Así que ese malestar tenía su provecho.
Cuando chica era introvertida hasta extremos inconcebibles para lo que soy hoy en día. Si había alguien a mi alrededor con quien no tuviera suficiente confianza, y esa sólo se la otorgaba a mi familia, mi boca se cerraba herméticamente.
No era agradable, ni si quiera sentía que dependiera de mí… mi timidez era superior a la voluntad de demostrarle a los amigos de mis padres que “no me había comido la lengua el gato”. Y sus incitaciones por querer escuchar mi voz terminaban provocando el retorcimiento de las cuerdas vocales en mi garganta. Recuerdo que me cohibían tanto que conseguían hacerme llorar de coraje y odio por el dichoso entretenimiento.
Terminaba por irme a otras habitaciones a hablar sola para comprobar que no me había quedado muda de forma psicosomática. Para colmo, siempre estuve convencida de que cualquiera de mis niñerías hubieran sido más interesantes que aquellas vacías conversaciones de mayores. Me conformaba pensando que aquella voz que no gastaba la estaba ahorrando, porque mi abuelilla ya no hablaba… lástima que ella no hubiera sabido dosificarla. Así que ese malestar tenía su provecho.
Ahora peco de hablar tanto. Conozco los límites de la timidez y nunca violentaría a una persona introvertida. El mundo camina del revés, ahora que es cuando menos tendría que hablar no hay quien me calle; pero hay cosas que nunca cambian: si me cruzo con ellos, como hoy, sigo ahorrando la voz, pero por voluntad propia... dosificándola no sea que se me acabe, qué leches...